Hay una cierta tendencia (ahora, y posiblemente desde siempre) a simplificar los problemas complejos y difícilmente resolubles, con vistas a solucionarlos sobre el papel rauda y drásticamente. Pero de este modo se actúa sobre una construcción irreal, con lo que el problema de fondo tiende a persistir y con frecuencia empeorar. Quizás sea éste el caso del denominado problema palestino. Parece darse por sabido y evidente qué es Palestina, un territorio con una población árabe musulmana, que ha sido ocupado por colonos judíos, los cuales han creado el estado de Israel y dominan o expulsan a la población originaria. Y esto es radicalmente falso.
Desde hace siglos se ha llamado Palestina a un territorio con unos límites claramente definidos: es el área de población sedentaria limitada al oeste por el Mediterráneo; al sur y al este por las zonas semidesérticas del Sinaí, Neguev y Arabia Pétrea; de esta última la separa la antiquísima ruta de peregrinación a La Meca. Estas zonas vecinas están habitadas por ganaderos beduinos itinerantes, que constituyen una población bien diferenciada de los palestinos. La frontera es más imprecisa hacia el norte, al prolongarse el poblamiento sedentario; en cualquier caso, Tiro y Sidón históricamente formaban parte de Palestina. Y el eje del lago de Tiberíades, el Jordán y el mar Muerto, dividía Palestina en dos, la oriental y la occidental.
Si bien el territorio se podía definir con bastante precisión, su población resultaba mucho más compleja y diversa. En los últimos tiempos del imperio Otomano, hace poco más de un siglo, alrededor de las dos terceras partes de sus habitantes eran musulmanes sunnitas, a los que seguían dos grandes minorías, cristiana y judía. Cada una de estas comunidades se autorregulaban en la medida de lo posible, y presentaban una evidente falta de cohesión entre ellas. Pero además su distribución también era compleja, ya que cada una de ellas tendía a concentrarse en localidades aisladas unas de otras. Habría además que considerar otras comunidades menores, como los drusos y los escasos samaritanos. Y aun había que agregar a los turcos funcionarios del imperio, a los albaneses de las guarniciones otomanas, a los comerciantes armenios, etc.
Política y administrativamente, Palestina tampoco formaba una unidad. Englobada en la gran región otomana de la Siria, la Palestina occidental se dividía en los sancajados o distritos de Sidón, Acre, Nazareth y Nablús, que formaban parte del valiato de Beirut. Por su parte la Palestina oriental se dividía entre los sancajados de Haurán y Kerak, que pertenecían al valiato de Damasco. En el siglo XIX, tras la temporal ocupación de Jerusalén y su territorio por el Egipto que se separa del imperio otomano (y cae en la esfera de influencia británica), las autoridades de Estambul constituirán el mutasarrifato de Jerusalén, con el que gobiernan directamente el sur de Palestina, sin reintegrarlo a sus valiatos de origen.
Tras la primera guerra mundial, y con una espuria aplicación del principio de las nacionalidades, los vencedores pretendieron despedazar el imperio Otomano, al igual que hicieron con el Austro-Húngaro. Pero en esencia sus planes se reducen a repartirse la mayoría de sus territorios en una serie de áreas de influencia británica, francesa, italiana, griega y rusa. La reacción turca impedirá concluir el proceso en Asia Menor, que sí tiene éxito en el extenso resto; éste se divide entre el área francesa al norte y británica al sur. Palestina, británica, pierde los territorios del extremo norte, que pasan a la esfera francesa. Y las dos potencias occidentales comienzan a ejercer de aprendices de brujo: crean protectorados artificiales, estados dependientes, con dos objetivos: recompensar a los que han colaborado con ellos en la gran guerra, y asegurar sus intereses imperialistas.
Y así, Gran Bretaña desgaja la Palestina oriental y le agrega las zonas desérticas pero atravesadas por las rutas que le aseguran la comunicación con los también británicos Irak y Kuwait, y con el golfo Pérsico. De este modo se crea el emirato de la Transjordania, con casi la mitad de la Palestina, plenamente independiente tras la segunda guerra mundial. El nuevo estado queda bajo el dominio de una élite árabe (los hachemitas, procedentes de La Meca) que rige a una población mayoritariamente palestina, cada vez más homogéneamente musulmana mediante la expulsión de la población judía y la minorización de la cristiana. En 1948, con la primera guerra árabe-israelí, ocupará la Cisjordania y parte de Jerusalén hasta la guerra de los Seis Días en 1967. Respecto a estos territorios, y durante estos años, Jordania concederá su ciudadanía a sus habitantes musulmanes, expulsará a los judíos y tolerará a la minoría cristiana.
Por tanto, desde mediados del siglo XX la vieja Palestina queda dividida entre dos nuevos estados, Jordania e Israel. Mientras que la primera ha impuesto una cohesión total a su población sobre la base del Islam, la segunda se basa en el judaísmo, aun reconociendo la ciudadanía a su importante minoría musulmana y la cada vez más reducida cristiana. Ambos estados han abandonado el término identificador palestino, que acabará siendo recogido y utilizado con carácter identitario por los habitantes de los territorios ocupados por Israel en Cisjordania y Gaza, en realidad tan palestinos como israelíes y jordanos, así como por los descendientes de los refugiados musulmanes en Jordania, Líbano y Siria. Mientras que los primeros poseen la ciudadanía jordana, los otros carecen de la del país que los acoge.
La vieja Palestina ha sufrido unos profundos cambios a lo largo del siglo XX, que han provocado unos enormes movimientos de población, con sus escandalosas deportaciones masivas y sus penosos campos de refugiados. Y este fenómeno lo han sufrido musulmanes, judíos y cristianos. Lo que parece olvidarse es que este hecho en absoluto es excepcional: se ha repetido constantemente en los últimos cien años, de forma abrumadora, sobre todo como consecuencia de las dos guerras mundiales: griegos, armenios, turcos, alemanes, polacos… los han sufrido por igual: y este mismo año hemos visto la ocupación del Nagorno Karabaj por parte de los azeríes, y la correspondiente huida de muchos armenios.
Pero sí que han de reconocerse dos aspectos originales y diferenciadores en el caso que nos ocupa. Por un lado la prácticamente absoluta deportación de la población judía de todos los países musulmanes, obligada a establecerse en Occidente o en Israel. Por otro, el rechazo de los estados musulmanes a integrar y conceder la ciudadanía a los refugiados palestinos musulmanes, excepto en la palestina Jordania, donde, sin embargo, siguen conceptuados como refugiados sus descendientes de varias generaciones. De este modo parece querer asegurarse el mantenimiento, la pervivencia del problema, más que tratar de hallarle una solución.